La casa donde vivo desde hace varias décadas, hoy ya solos con Estrella, en el barrio Las Mercedes de Asunción, era la casa de Maneco. En ella se gestaron una gran cantidad de canciones que convirtieron a su autor en una muy importante cifra dentro de nuestro cancionero popular.
La primera casa de los Galeano-Monti quedaba a una cuadra de la de Maneco, lo cual hacía que inolvidables encuentros de hermanos fueran más que frecuentes. Una siesta, estaba yo viendo televisión -era el año ’72-, y sonó el teléfono. Era Maneco quien me preguntó si tenía tiempo para acudir un rato junto a él porque quería mostrarme una canción que acababa de componer.
Interesado como siempre en lo que Maneco concebía en materia musical, acudí presuroso a su encuentro. Lo encontré frente al piano que presidía la sala de su casa, golpeando las teclas, como empeñado en quitarle nuevos sones. Cuando llegué, me invitó a sentarme. Tenía una letra escrita en el atril del piano y sin decir agua va, empezó a tocar su nueva canción.
De entrada, ésta me resultó muy creativa y original, sobre todo a partir de las larguísimas escalas melódicas que había en varias partes de la composición, y la letra, si bien larga, me pareció -me parece- conmovedoramente bella. Cuando terminó de cantarla, con las interrupciones propias de quien aún no había tenido el tiempo suficiente para memorizar su obra, por novísima -hay que entender que Maneco no escribía ni leía música y que todo él era intuitivo, lo que se llama comúnmente un “músico orejero”- me preguntó mi opinión. Conmocionado le dije, desde el alma, que consideraba que era una bellísima canción, de lo mejor que había escrito.
Entonces él me interrumpió y me dijo, palabras más, palabras menos: “Vos sabes que le di tantas vueltas para mejorarla, que me agotó… Procuré forzar algunas cuestiones y llegué hasta aquí. Y entonces recordé aquello de que ´lo mejor es enemigo de lo bueno´, y paré, y aquí está…”
Con un halo casi mágico que la canción había tendido sobre nosotros, continuamos charlando de “bueyes perdidos”. Cuando llegó el momento de irme, me levanté, lo felicité efusivamente y a punto de franquear la puerta de salida me detuve porque él me llamó y me dijo, sencillamente: “Ahhh… Me olvidé de decirte. Se va a llamar ‘Despertar’”.