La enseñanza de la Historia en el colegio San José ha sido, a lo largo del siglo XX, la característica distintiva de la vieja casa de la calle España, por la contribución que desde esa ciencia se hizo al pensamiento histórico y político paraguayo.
Quien está considerado, con justicia, como el más grande profesor de historia del San José, fue el reverendo padre Marcelino Noutz, un cura nacido en 1892 en el Bearne, el país vasco francés, y que vivió durante décadas en nuestro país legándonos, aparte de su ejemplo como maestro y sacerdote, la enorme e inmortal letra de su “Himno de la Raza”, conocido popularmente como “Patria querida”. El padre Noutz enseñaba historia en el último año del bachillerato.
El acontecimiento que quiero referir, que en alguna medida lo retrata tal cual era, tuvo que ver con sus estudiantes del año 1940. Como es sabido, desde el 1 de septiembre de 1939 con la invasión nazi a Polonia, el mundo estaba conmovido por el estallido de la Segunda Guerra Mundial, el más sanguinario conflicto bélico de la historia humana.
Como resulta lógico entender, en las clases del gran maestro francés la guerra ocupaba un lugar de preeminencia, encargándose él mismo de hacer saber a sus estudiantes, desde sus enormes conocimientos históricos, los detalles más mínimos de lo que ocurría en la convulsionada Europa.
El 14 de junio de 1940 cayó París en poder de los nazis y el hecho sacudió al mundo civilizado. Justo ese día, los estudiantes de Noutz tenían clase con él. No encontraron nada mejor que confabularse para gastarle “una broma”. Como ocurría siempre en el colegio cuando un profesor entraba al aula para desarrollar su clase, estos muchachos se pusieron de pie gallardamente y extendiendo el brazo derecho hacia el frente, todos a una gritaron: “Heil, Hitler…”
Cuentan testigos de esa experiencia que el ominoso silencio que siguió fue conmovedor. No volaba una mosca. El padre Noutz miró a sus estudiantes que permanecían de pie, se sentó en el escritorio del profesor, escudriñó las caras de cada uno y de manera casi imperceptible, muy tenuemente, comenzó a llorar; lloró en su sitio por espacio de varios minutos. Y solo su emoción dio paso a comprender que el desatino de sus alumnos no era sino una muy pesada broma juvenil, cuando notó que éstos, en fila, se acercaban a su escritorio y, cuán grandes eran, se arrodillaban frente a él, al tiempo que le decían: “Excuse moi, mon pére… pardon”.
Nada más que agregar a esta emocionante historia del viejo San José.